No hay emociones buenas o malas. Hay emociones que nos resultan agradables o desagradables; emociones que nos permitimos o que no nos permitimos sentir. Hay emociones que aceptamos porque consideramos positivas o emociones que rechazamos y huimos de ellas porque no tenemos permiso para sentirlas: quizás porque consideramos que son de personas malas, ruines, débiles, pusilánimes…
Las emociones son algo natural
En última instancia y en contra de lo que muchas personas creen, las emociones no son algo que podamos controlar a voluntad. No tenemos la capacidad de decidir cuales sentir y cuales no; no nos vienen servidas a la carta para que elijamos las que más nos apetezcan, como a veces se nos intenta convencer desde una perspectiva demasiado optimista. Muy al contrario, estas surgen como reacción espontánea a lo que nos ocurre y en nuestra mano está el permitirnos sentirlas o intentar evitarlas. Sin embargo, en el caso de que decidamos ignorarlas, vamos a bloquear un aspecto sumamente importante y necesario en nuestras vidas.
Las emociones son un fenómeno biológico que fluye de forma natural, pasamos de unas a otras según nuestro estado e incluso sentimos varias a la vez. Es el intento que hacemos de ignorarlas o bloquearlas el que realmente entorpece su proceso natural y provoca una serie de desajustes que dañan nuestra funcionalidad, generando esa toxicidad que algunos asocian con emociones concretas.
Evitar emociones no es buena idea
Si nos empeñamos en no sentir enfado cuando alguien transgrede nuestros límites es bastante probable que acabemos automatizando dicho proceso. De ese modo, cuando volvamos a ser agredidas nos será más difícil percibir el peligro puesto que habremos dejado de ser conscientes de nuestra sensación de enfado.
Percibir el enfado (u otra emoción), dejárnoslo sentir, permitirnos actuar en consecuencia —quizás marcando un límite verbal o físicamente, quizás agrediendo para defendernos– y después pasar a la siguiente emoción —que probablemente será de alivio, alegría o euforia si hemos conseguido mantener a nuestro agresor a raya—. Este es el proceso natural que mantendrá nuestro equilibrio emocional.
Es cierto que en algunos casos no nos convendrá continuar todo el ciclo descrito anteriormente y que nuestra mente nos aconsejará no actuar en un momento dado para no causarnos un mal mayor, como una agresión más grave o una consecuencia menos favorable. Sin embargo, conviene que mantengamos estas decisiones en el lado de lo consciente, siempre que nos sea posible. Esto nos permitirá seguir percibiendo nuestras emociones con claridad y seguir tomando decisiones conscientes sobre nuestros actos. De lo contrario podemos, por ejemplo, redirigir nuestra agresión hacia nosotras mismas o hacia personas que no tienen responsabilidad en lo ocurrido.
¿Por qué entonces evitamos las emociones “negativas”?
La creencia de que hay emociones negativas o tóxicas se ha difundido en los últimos años por parte de ciertas corrientes —poco realistas— de la psicología o la autoayuda y también desde una mal entendida espiritualidad. Aunque en realidad su origen es más profundo y suele estar enraizada desde nuestra primera infancia en nuestro interior. La hemos absorbido sin cuestionarla de nuestros padres o de nuestro entorno social más cercano.
A veces podemos creer que sentir enfado o rabia es malo porque de pequeños se nos repitió continuamente que enfadarse no era correcto e incluso que si nos enfadábamos nos iban a dejar de querer. Algo similar ocurre con otras emociones como la tristeza o el miedo. Incluso algunas personas no se permiten sentir alegría porque sus padres o su entorno la reprimían por ser algo peligroso o estar fuera de lugar. Estas creencias que en su momento nos permitieron sobrevivir en un entorno emocional más o menos hostil, ahora, como adultos, nos limitan y nos bloquean.
Otras veces, algunas emociones nos resultan simplemente incómodas o desagradables. No queremos estar tristes cuando las demás están alegres a nuestro alrededor o cuando se supone que debemos de estar contentas por que es lo socialmente correcto. Seguimos, de alguna forma, atendiendo más al qué y al cómo “debemos” de sentir, que a lo que realmente sentimos.
Lo que sentimos no es lo que hacemos
Una de las principales razones por las que rechazamos o vemos mal ciertas emociones es la confusión que surge al asociar éstas con determinados actos que no están bien vistos. Desde la agresión del enfado al aislamiento de la tristeza pasando por la mezquindad de los celos… todo un repertorio de actitudes con las que no queremos identificarnos.
Sin embargo el enfado no tiene por que ser violencia injustificada. El aislamiento de la tristeza muchas veces está causado por una dificultad en la comunicación. El miedo no implica forzosamente que nos paralicemos. Y así un largo etcétera.
Que sentir ciertas emociones nos invite a realizar ciertas acciones no implica que tengamos que realizarlas. Aunque algunas acciones como marcar límites, retirarse temporalmente del contacto social, etc. estén mal vistas, esto no quiere decir que no sean necesarias para asegurar nuestro bienestar en momentos determinados. Lo importante es separar emociones de actos y ser conscientes de que existe una elección.
Que el enfado tenga mala prensa no se debe al propio enfado sino a las acciones que asociamos con esta emoción: principalmente violencia o agresión desmedida. Respecto a los celos, si reaccionamos atendiendo a aquello que los genera podemos valorar si son o no son justificados, averiguar su causa, trabajar en mejorar nuestra confianza y evitar volvernos controladores, etc.
No podemos elegir qué emociones sentimos pero podemos decidir, sin embargo, cómo actuar. Si frente al enfado causado por una agresión actuamos con claridad y contundencia aunque sin violencia injustificada, conseguiremos cuidarnos y regularnos.
Redefinamos lo bueno o malo como lo que nos conviene o lo que no nos conviene
Es nuestra forma de actuar frente a nuestras emociones lo que puede hacer que nos percibamos mejor a nosotras mismas, más alineadas con nuestros valores. En vez de asociar a las emociones un valor positivo o negativo y poner la responsabilidad fuera de nosotros, podemos responsabilizarnos de aquello que sentimos y de aquello que hacemos. Este autoapoyo es el que la terapia Gestalt propone como base de nuestro bienestar.
Reprimir las llamadas emociones negativas solo interrumpirá un proceso imprescindible para generar consciencia y salir de los círculos viciosos en los que a menudo nos encontramos y que son los que realmente nos dañan. Es la actitud de responsabilizarnos de esas emociones y de las acciones que tomemos lo que realmente las convierte en aliadas en vez de en enemigas.
Si dejamos de calificar como buenas o malas a las emociones, nos dejamos sentir todo aquello que nos ocurre y actuamos desde la consciencia y la responsabilidad, obtendremos aquellas herramientas y recursos necesarios para ser cada vez más auténticas y relacionarnos de forma más sana con nosotras mismas y con los demás.